Entre índice y pulgar
descansa mi lapicera,
calzada como un revólver.
Bajo la ventana, el ruido
limpio y áspero
de la pala al hundirse en
el pedregullo:
es mi padre, que cava. Lo
miro
hasta que su espalda
arqueada se dobla
entre los canteros, y
reaparece veinte años atrás
agachado entre los surcos
de papas
donde cavaba.
Con la bota rústica
encajada en la pala, y el mango
haciendo palanca en la
rodilla,
iba arrancando los
tallos, hundía hasta el fondo el filo brillante
para esparcir las papas
nuevas, que juntábamos
fascinados por su dureza
fría en las manos.
Por dios, cómo manejaba
la pala el viejo.
Igual que el de él.
Mi abuelo cortaba más
turba en un día
que cualquier otro en la
turbera de Toner.
Una vez le llevé leche en
una botella
tapada con un corcho de
papel. Él se paró
a tomarla y enseguida
volvió a agacharse
a cortar y tajar con
esmero, arrojando los terrones
sobre el hombro, más y
más hondo,
en busca de la turba
buena. Cavando.
El olor frío del moho de
las papas, el chapoteo
de la turba empapada, los
cortes secos de un filo
contra las raíces vivas
se despiertan en mi cabeza.
Pero yo no tengo pala con
que seguir a esos hombres.
Entre el pulgar y el
índice
descansa mi lapicera.
Con ella, cavaré.
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