Me fascina la anécdota de aquel
hombre a quien su mujer le pidió que escribiera un justificante para su hijo
que había faltado a la escuela. Mientras ella se apura en los preparativos para
salir con el niño rumbo al colegio, el hombre lucha en la mesa del comedor con
el justificante: quita una coma, vuelve a ponerla, tacha la frase y escribe una
nueva, hasta que la mujer, que está esperando en la puerta, pierde la
paciencia, le arranca la hoja de las manos y sin ni siquiera sentarse garabatea
unas líneas, pone su firma y sale corriendo. Era sólo un justificante escolar,
pero para el marido, que era un conocido escritor, no había textos inofensivos
y aun el más intrascendente planteaba problemas de eficacia y de estilo. Quise
escribir el justificante perfecto, confesó el hombre en una entrevista, y no me
extraña, porque escritor es aquel que se enfrenta al fracaso de escribir y hace
de ese fracaso, por decirlo así, su misión, mientras los demás sencillamente
redactan. Podemos estirar esa anécdota e imaginar a alguien que, soga en mano,
a punto de colgarse de una viga del techo, se dispone a redactar unas líneas de
despedida, toma un lápiz y escribe la consabida frase de que no se culpe a
nadie de su muerte. Hasta ahí va bien la cosa, pero decide añadir unas líneas
para pedir disculpa a sus seres queridos y, como es un escritor, deja de
redactar y se pone a escribir. Dos horas después lo encontramos sentado a la
mesa, la soga olvidada sobre una silla, tachando adjetivos y corrigiendo una y
otra vez la misma frase para dar con el tono justo. Cuando termina está
agotado, tiene hambre y lo que menos desea es suicidarse. El estilo le ha
salvado la vida, pero quizá fue por el estilo que quiso acabar con ella; tal
vez uno de los resortes de su gesto fue la convicción de ser un escritor
fallido y tal vez lo sea, como lo son todos aquellos que pretenden escribir el
justificante perfecto, que son los únicos a quienes vale la pena leer. Escriben
para justificar que escriben, la pluma en una mano y una soga en la otra.
Fabio Morábito (Alejandría, 1955,
radicado en México).
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